miércoles, abril 15, 2009

Memorias del Subdesarrollo II. Casándose.

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Casarse en La Habana es como ganarse un premio, como cuando un machetero conseguía su fin de semana en Varadero - después de trabajar cinco años como un mulo y por fin convertirse en Héroe Nacional del Trabajo, para comprobar que le tocaba una pequeña casita de una habitación, a varias cuadras de la playa, para él y sus siete parientes, cuando a diez metros de la orilla del mar estaba el boungalow que cada fin de semana tenía a su disposición el viceministro, el mismo viceministro que le había entregado el estímulo en solemne acto -, casarse en La Habana es como tener permiso para ser, por unos días, extranjero.

Mi mujer ya tenía ocho meses de embarazo cuando decidimos legalizar nuestra relación. No porque pensáramos que el bebé debía nacer bajo el santo estatus del matrimonio, sino porque - además de sabernos casados in situ desde hacía bastante rato, y sentirnos yin y yang con o sin legalización - necesitábamos dinero, y con una boda, resolveríamos algunas cajas de cerveza para venderlas a los borrachines del barrio. Digamos que el plan no parecía nada malo, a no ser por el aviso, ya un poco tarde, de que las asignaciones de cerveza para bodas tenían un retraso de tres meses. O sea, si de verdad fuésemos a hacer fiesta dependiendo de las cajas de cerveza que nos daban por la libreta, tendríamos que esperar tres meses luego de firmar, para celebrarlo. Un pequeño cálculo adicional nos resultaba en que, pasados tres meses a partir de la fecha, el bebé tendría ya dos de vida, y ciertamente, quienes han tenido bebés saben que en los primeros meses de sus adorables vidas uno no tiene muchas ganas de festejar, más bien de dormir varias horas seguidas.

Pero ya el daño estaba hecho, y la primera firma te comprometía al turno en la oficina de turismo, donde recibirías el gran honor de poder entrar y dormir en un hotel cubano, y todo pagado en moneda nacional, con una tarjeta de crédito que mágicamente convertía tus escuálidos pesos m/n en flamantes chavitos.

Mi vecino de enfrente, casado un par de años antes, me daba las instrucciones con el sentido filosófico conque un masón como él podía instruir a un profano como yo:

- Mira, mi yunta, te van a poner una lista con los hoteles que hay disponibles. Si te cae un turno tarde, te jodiste, pero si te toca tempranito, a lo mejor hasta te cae el Nacional, o uno de la playa - sus ojos parecían rememorar los tres días que pasó en el hotel Marazul, en Santamaría - tú no eres curda, así que te va a durar cantidad el crédito. Vas a ver como el último día vas a venir cargáo pa' la casa, hasta con leche pa' que tome tu mujer que ya va a estar lactando.

Sabias palabras. Pero el día de la cita en la oficina de turismo, mi mujer y yo fuimos con la mente puesta en algo que no costase más de quinientos pesos, que era lo único que teníamos destinado a nuestro placer personal. Por eso escogimos el Hotel Colina, en medio de la ciudad, sin piscina, medio lleno de venezolanos de la Operación Milagro, pero con una habitación climatizada, agua caliente en el baño y un televisorcito con algo más de veinte canales. Lo mejor, la tarjeta de crédito en la que, por una vez en la vida, nuestro dinero parecía valer algo.

Ni siquiera el inconveniente de tener junto a la cama un retrato muy feo de Navarro Luna - probablemente la administración del hotel hizo negocio con algún pésimo pintor para decorar las habitaciones y de paso, buscarse todos algo adicional - con los ojos inquisidores del poeta manzanillero siguiendo nuestro desempeño marital, ni siquiera eso pudo impedir que disfrutase de mi CNN, mis programitas y mi ducha caliente mientras duraron los tres días de aquella luna de miel.

Para complacerla a ella, hicimos todas las gestiones en el Palacio de los Matrimonios de El Vedado. Aunque lejos de nuestra casa - es decir, de la casa de mis padres - en Marianao, el palacio estaba muy cerca de nuestro trabajo, y tenía a su favor aquella aureola de dignidad que parece tener todo lo que venga de por aquella zona. Una vieja casona aristocrática cuya elevación, allá detrás del hotel Habana Libre, se presentaba como un buen augurio para comenzar un matrimonio.

Tampoco contábamos con el deterioro del sagrado templo. Un cartel recibía a contrayentes e invitados, dando la bienvenida al sitio de sus sueños - al menos del sueño de mi mujer que, aún a pesar de su enorme barriga de ocho meses, se las arregló para alquilar un bonito traje de novia - con un letrero incrustado sobre una puerta podrida, a modo de frontispicio para el palacio de los matrimonios con más caché en toda La Habana. Adentro se podía apreciar a la antigua figura de porcelana que representaba a dos enamorados. A la novia le faltaba el brazo izquierdo.

Al menos la boda en sí fue en extremo divertida, y las bromas acerca de la barriga de mi mujer - ahora mi esposa - me recordaron que la cubanía tiene mucho que ver con darle una patada a las contrariedades de la vida mientras se cuenta un chiste.

Tres meses más tarde, vendimos las tres cajas de cerveza y lo ganado nos alcanzó comprar un tibor y un paquete de pañales desechables.


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Antiguo Hotel Colina, actual Hotel Olina


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Antiguo Hotel Capri, actual Hotel Apri.


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